Estos diez años son quizá los más fructíferos de la trayectoria de Miguel Fisac, no sólo por el número de obras realizadas sino por la brillantez y cuantía de nuevas soluciones espaciales, formales y constructivas que genera, concatenando unos proyectos con otros a veces de forma simultánea. Las inquietudes con las que acaba la década anterior, y que se concretan en su particular formulación de los principios vitrubianos: el dónde, el para qué, el cómo y el no se qué, que a partir de entonces impondrán un método personal a sus obras con el que afianzarse para saltar desde lo convencional a lo racionalmente creativo. Ese desenfado verbal de Fisac, opuesto provocadoramente a la altivez afectada de los arquitectos “pensadores”, siempre fue uno de sus emblemas con el que quitar importancia a un pensamiento profundo y preocupado por la esencia misma de la arquitectura -propio de quien vivió su oficio con intensidad inusitada- pero con limitaciones expresivas en las herramientas directas del dibujo manual y el lenguaje verbal. La primera prueba de su dominio global del espacio hasta en los últimos detalles, fue quizá la construcción de la librería del C.S.I.C. en la calle Medinaceli, de Madrid. Es de 1950, un año posterior a la cafetería del Instituto de Óptica “Daza de Valdés”, y en ella maneja con soltura un nuevo lenguaje, que recoge la funcionalidad y calidez organicista del recién descubierto mundo nórdico.
Del mismo año son las “casas en cadena” que realiza después de conseguir el primer premio en un concurso de vivienda experimental organizado por el Colegio de Arquitectos de Madrid, y el edificio de oficinas para SEAT en Barcelona, en el cual realiza su primera cáscara laminar ondulante para formar el porche de entrada, y que es el origen de sus investigaciones posteriores sobre láminas y piezas de hormigón como los pórticos del Centro de Formación de Profesores de la Ciudad Universitaria de Madrid, realizados en 1953, y en los que ya está investigando. Pero el que Fisac considera su punto de despegue hacia una arquitectura alejada de cualquier compromiso clasicista, y el inicio de su extenso catálogo de invenciones espaciales y constructivas, es el Instituto Laboral de Daimiel, otro encargo directo del ministro Ibáñez Martín, que parte de una experiencia piloto de formación profesional y de la utilización de los métodos constructivos de la tradición rural manchega para crear unos espacios funcionales y luminosos de factura plenamente moderna.
En 1951 viaja a Japón y queda impresionado por el esencialismo y el sincretismo formal de los jardines y casas tradicionales japonesas. Inicia el proyecto del Instituto Cajal y de Microbiología, que será otra de sus obras clave, en cuyo chaflán aplica sus ideas sobre el equilibrio asimétrico, y para el que patenta un nuevo tipo de ladrillo ligero con goterón, que considera más consecuente y sincero para ejecutar fachadas con estructura de hormigón, que el pesado ladrillo convencional. En el mismo año recibe de los Padres Dominicos el encargo del Colegio de las Arcas Reales de Valladolid, y con él pudo materializar por primera vez su teoría del espacio dinámico en la capilla, una revolucionaria edificación que causó entonces admiración y polémica y que en 1954 le reportó la Medalla de Arte Sacro de Viena, el espaldarazo que necesitaba Fisac para convertirse en uno de los arquitectos más prestigiosos del momento, incluso fuera de las fronteras españolas.
En 1955 hace otro de sus grandes viajes por todo el mundo y Estados Unidos, para conocer las obras de Wright y Mies van der Rohe, visitando a Neutra en los Ángeles, con quien estableció una prolongada amistad. También viajó en agosto a Jerusalén, como arquitecto del Santo Sepulcro, y tras esta estancia en los Santos Lugares, cuando volvió, el último día de septiembre, abandonó definitivamente el Opus Dei. Pero ese año es el de su obra más célebre y difundida internacionalmente pues es cuando proyecta el Teologado de los Dominicos en el término madrileño de Alcobendas, cuya iglesia es ya una imagen icónica de la arquitectura española del siglo XX, que sigue sorprendiendo por su singular planta hiperbólica y su poderoso espacio interior. En 1957 se casa con la mujer que le acompañará durante toda su vida, Ana María Badell, joven y bella escritora a quien conoció casi coincidiendo con su separación del Opus Dei, celebrándose la boda en la Iglesia de los Jerónimos de Madrid. En estos prolíficos años las obras se acumulan, y algunos de sus temas recurrentes, como ocurre con las iglesias se van desarrollando en sucesivos proyectos hasta rozar el modelo perfecto, como ocurre con la iglesia de la Coronación, en Vitoria, donde en 1958 las intenciones del “espacio dinámico” se formalizan con todo su esplendor.
La acumulación de obras en esta década hace difícil siquiera su enumeración, pero son de estos años algunas piezas fundamentales como la magistral interpretación que hace de la construcción rural manchega en el Mercado de Daimiel, de 1955, la construcción de su propia casa en el Cerro del Aire, de Madrid, de 1956, depurada síntesis de las viviendas modernas de los Ángeles y la casa-patio tradicional del sur español, la Casa de la Cultura de Ciudad Real, de 1957, interesante obra hoy malograda, o la Casa de la Cultura de Cuenca, del mismo año, que muestra un lenguaje cúbico y abstracto que se aproxima al de las obras de hormigón que realiza en la siguiente década.
© Vicente Patón-Alberto Tellería
© Fundación Fisac